Suma y Resta

 

Por Kendry Paulina

Mi padre es un agricultor y mi madre es un ama de casa, ambos trabajan día a día para poder satisfacernos en todo lo que puedan, pero su situación económica no les permite mucho ya que mi papá solo se dedica a la siembra de habichuelas. Cada mañana mi padre tiene que levantarse a las 5:00 a.m. para poner su caballo a comer y, después, limar su machete para ir a su trabajo.

De mi niñez recuerdo que ya a las 7:00 a.m. entraba a su trabajo y –a eso de las 9:30 y 10:00 a.m.– mi mamá le llevaba el desayuno para que así él pudiera aguantar hasta las 2:00 p.m., esto sin un día de descanso, pues el único día que él podía tomar para descansar, lo tomaba para trabajar rifando para una banca.

Los domingos él se levantaba a las 6:00 a.m. para poder vender los números en el campo en donde él vivía. El campito solo consta de algunas 30 casas, separadas por distancia de 3 a 10 km. En este campo no hay colmados donde se pueda comprar comida, detergentes u otros artículos de uso básico. Cada domingo y miér- coles mi papá tiene que bajar al pueblo más cercano para así jugar sus números de la lotería y aprovechar para comprar también alimentos, detergentes y otras cosas de uso doméstico. El pueblo le queda a unos 20 a 25 km, y cada domingo y miércoles tiene que ir a caballo por esos caminos malos, llenos de árboles tapando todo el camino. La vida en el campo es una vida muy solitaria, ya que no viven tantas personas y, a veces, mi papá se ha visto obligado a quedarse solo en el campo, ya que las pocas personas que hay, han bajado al pueblo.

En ese campo viví y me crié por casi siete años, sin acce- so a estudiar ni nada; pero, en todo ese tiempo, vivía feliz porque estaba adaptado a esa forma de vida en el campo, pues no sabía qué perdía sin haber estado estudiando. En el 2005 mi madre decidió venir a vivir a un batey llamado Bombita para que así pudiéramos estudiar. Este batey –para aquel entonces– era polvoriento y, cuan- do llovía, en sus calles había charcos de agua hasta por un mes. Allá la vida era peor que en aquel campo en donde vivía anterior- mente, pues quien tenía casa, pagaba por su alquiler, mientras que en el campo, no.

Él, que no tenía una profesión estable, vivía «echando días»70 limpiando plátanos, haciendo cualquier otra actividad de agricultura o picando caña, eso era si tenía el carnet del consor- cio. En los casos de mi familia, la vida era más miserable allá para nosotros, debido a que éramos nuevos y mi papá no conseguía «echar los días» de trabajo así de fácil. Este batey contaba con un centro educativo del Nivel Básico, había corriente eléctrica, par de colmados (no había en el campo en donde yo vivía antes), tenía (o tiene) una policlínica, etc. La diferencia entre el campo y el batey era que el campo no contaba con nada de esos beneficios mencio- nados.

En los primeros dos años, mi familia y yo vivíamos en alquiler, pero gracias a Dios mi papá trabajó y compró una casa. Ya es un avance porque no teníamos casa propia; en el campo vivía- mos en la casa de una finca, aunque no se pagaba en efectivo, no era propio.

Pasó el tiempo y mis padres se separaron por conflictos. Mi papá tuvo que regresar al campo otra vez y mi madre se quedó en el batey con nosotros para que pudiéramos estudiar. Después de la separación de mis padres pasaron algunos meses, y mi madre se tuvo que casar con otro hombre. Con la separación de mis padres supe lo que era pasar hambre, pasar necesidades: a veces comíamos una sola vez al día debido a que mi padrastro se le hacía difícil conseguir un día de trabajo: conseguía uno hoy y duraba de dos a tres días sin conseguir nada, y solo se pagaba 150 a 200 pesos por día. Eso era bien duro, a veces venía de la escuela y me dormía con la leche y el pan que daban en la escuela sin comer nada en casa.

Yo sufría mucho cuando veía a mis padres en discusión y pelearse en los procesos de su separación, porque nunca me ha gustado ver a mis padres en discusión. Cuando mis padres se separaron duré casi cuatro años sin ver a mi papá porque era muy pequeño, y mi madre no nos llevaba a visitarlo… ni él venía tampo- co a visitarnos.

Ya cuando yo tenía de 10 a 11 años mi madre nos manda- ba a pasar las vacaciones con mi papá, mientras ella se quedaba en el batey a pasar las fiestas de diciembre. También pasábamos las vacaciones de junio a agosto. En estas vacaciones nos aburría- mos un poco porque eran bien largas, ya que no teníamos ninguna fuente de diversión: no había ríos, tampoco había niños como nosotros para que pudiéramos jugar.

Al principio nos encantaba, pero ya a los 20 o 30 días nos cansábamos de la misma rutina. En muchas ocasiones mi papá no tenía qué darnos de comer, porque las habichuelas las sembraba en marzo y las lluvias de mayo las dañaban. Apenas solo daban para comer debido a que llovía diario hasta por 10 y 15 días; las tierras son muy frías y no había trabajo en la finca para que los que vivían allá pudieran trabajar. En esos meses entre junio y principios de agosto, el que no tenía su conuco, no comía porque no hay otro tipo de trabajo.

En cambio, las vacaciones de diciembre nos encantaban debido a que eran cortas, había muchas chinas, toronjas, guineos maduros y limones dulces y papá siempre tenía dinero. Siempre había comida en la casa debido a que recogía café y vendía los guandules71 que recogía de su conuco, ¡y esas eran las mejores vacaciones!

Pero después de crecer vimos las cosas diferente. Una tarde mi hermanita y yo nos sentamos con mi papá y le contamos cómo era nuestra vida en el batey. Él se apenó, pues era terrible nuestra situación: pasábamos hambre, carecíamos de muchas cosas que cualquier adolescente debería tener.

Pasaron los años y mi madre se separó de aquel hombre con el que se había casado. Ahí mi hermanita y yo les propusimos que se volvieran a unir para que –juntos– pudiéramos salir hacia adelante. A pesar de que el padrastro mío no nos trataba mal, yo quería que mi madre se juntara otra vez con mi padre porque así es que yo me sentía a gusto… en familia. Sucede que mis padres oyeron nuestros consejos y se volvieron a unir. Ahora viven en el campo y nosotros en el batey, allá ellos trabajan y nosotros estudia- mos en el batey.

Ver la situación económica de mis padres es lo que me motiva día a día para seguir estudiando. Y no solo la situación de ellos, sino mis vecinos y demás personas que conozco en el batey que no tienen una profesión: pasan trabajo para conseguir 200 pesos… Eso me motiva a seguir luchando hacia adelante y tengo ese deseo de superación para ser –en unos cinco años– un profe- sor de matemáticas y así sacar a mis padres de la pobreza. Sé, que con la ayuda de Dios, lo lograré. Ahora estoy al terminar la secun- daria y voy para la universidad en enero. Con la ayuda de Dios seré un profesor de matemáticas… mis padres son el principal objeto de mi superación.

Quizás también te interese leer…